Hace algún tiempo me encontré con un contenido en redes que me llamó la atención.
Me llevó a reflexionar sobre cómo algunas personas señalan a otras por sus supuestas particularidades, situaciones personales o etiquetas impuestas a lo largo de sus vidas, a menudo en contra de su voluntad.
La persona que analizaba el contenido estaba realizando una evaluación psicológica del comportamiento de dos personajes públicos en un evento. Utilizó el contexto para comparar sus conductas, y lo que me hizo detenerme a ver el video fue el énfasis de la narradora en señalar que uno de ellos estaba «diagnosticado con una enfermedad mental».
Más allá del supuesto objetivo pedagógico que la experta argumentaba al realizar este análisis, lo que realmente me sorprendió fue la insistencia en recalcar este diagnóstico. No pude evitar empatizar con la persona estigmatizada, imaginando la tristeza y vergüenza que podría sentir al ser expuesta de esa manera.
Este caso me recordó un fenómeno común en nuestra sociedad: una vez que alguien es etiquetado, en este caso con una enfermedad mental, escapar de ese estigma es casi una misión imposible.
La sociedad parece haber desarrollado un mecanismo para perpetuar el estigma, perdiendo el foco a veces para abordar una solución para la enfermedad. Se mantiene su existencia viva y visible al crearse representaciones mentales que actúan como si la enfermedad tuviera una vida propia, buscando cuerpos que la sostengan y la hagan perdurar. Pareciera como si las personas se pudieran convertir en contenedores de estas etiquetas, y mediante esta función, el colectivo les puede otorgar existencia y visibilidad. Esta vía para legitimar la presencia de la enfermedad como un actor más permite que perdure en el espacio social.
Esta situación me recordó a personajes históricos, cuyas luchas internas y psicológicas no solo no fueron vistas como señales de invalidez, sino como profundas exploraciones del ser humano, pasando a ser figuras que integraron el conocimiento de sus propios conflictos para transformarse y ser parte activa del colectivo como agentes de cambio. No han sido pocos los buscadores que se han sumergido mediante procesos empíricos, atravesando esas turbulencias, descubriendo los temores asociados a su sombra e integrando este conocimiento para pasar al siguiente nivel, el que quizás precipitó el efecto de haber podido ser recordados por la historia, como grandes místicos o ejemplos. Si se hubieran conformado con tapar aquellos procesos con métodos que les hubieran anestesiado la conciencia, seguramente sus procesos de transformación no hubieran podido acontecer como lo hicieron, ya que se hubiera levantado un muro insalvable que les hubiera evitado descubrir otro conocimiento en sí mismos.
¿Será verdad que todos los seres humanos atravesamos, en algún momento de nuestra vida, crisis internas que nos desafían a encontrar soluciones? ¿es esa la naturaleza del aprendizaje humano? Estas noches oscuras del alma, como las que han descrito tantos pensadores, no deberían quedarse reducidas a simples patologías mentales.
A veces, el peligro se concentra en la respuesta del entorno, con el lugar de percepción que ocupa, alterando los datos a los que tiene acceso, que le llevan a poder entender lo que percibe con los límites propiamente impuestos por su mente. De esta manera, se emiten a menudo juicios sobre algo de lo que se desconoce su profundidad y el peligro real quizás no resida en la crisis existencial en sí, sino en la incomprensión de un colectivo por falta de información.
Otras culturas, con herramientas más centradas en la inteligencia emocional y el autoconocimiento, abordan estos problemas de una manera bastante más constructiva, enseñando a las personas a transitar por ellos sin tantos dramatismos ni espectáculos innecesarios.
El autoconocimiento es una herramienta poderosa para superar las crisis personales, pero no todos estamos preparados para utilizarla de la misma manera o al mismo tiempo. Respetar los procesos individuales es esencial. La obsesión por medir todo con parámetros puramente científicos, sin considerar las dimensiones internas e intangibles del ser humano, puede ser una trampa.
¿donde está el límite para no invadir la individualidad?
Nos puede ayudar a encontrarlo si reflexionamos sobre la conciencia de unidad que evita ejercer juicios hacia otras personas, cuando estos pueden ser dañinos.
El complejo de salvador y el «sabelotodo»
Entender la evolución del ser humano a lo largo de la historia es muy útil. Repasar los comportamientos de quienes tanto han investigado sobre las ciencias sociológicas o la filosofía es un buen paso que otros divulgadores están difundiendo. Por ejemplo, las ciencias astrológicas saben mucho de esto cuando explican los ciclos de la historia asociados a los tránsitos planetarios y comprobando los hechos históricos y su repercusión en geopolítica. Son herramientas que nos permiten conocer mejor las energías planetarias para dejar de repetir patrones que puedan ser dañinos para la humanidad.
Dos actitudes comunes en nuestra sociedad: el complejo de salvador y el «sabelotodo».
El “complejo de salvador” ocurre al posicionarnos cuando sentimos que tenemos la moral y la sabiduría para determinar cómo se debe tratar a una persona con alguna particularidad concreta. Al hacerlo, podríamos estar validando nuestra propia posición de autoridad y competencia, pero a costa de la privacidad y dignidad de la persona analizada.
Por otro lado, la actitud del «sabelotodo», presente en los casos de personas que se sienten en la obligación de opinar sobre cualquier tema con total seguridad, puede llevar a minimizar la complejidad de las situaciones. Este enfoque ignora las variables contextuales y las sensibilidades personales, pudiendo estar reduciendo gran parte de su análisis a una narrativa simplista.
La trampa del chisme y la destrucción del brillante
Es lamentable, pero es necesario reconocer que el chisme ha jugado un papel importante en nuestra evolución como sociedad. Este hábito, que surgió como una manera de compartir información, eventualmente nos hizo más inteligentes y creativos, permitiéndonos imaginar y crear mundos distantes de nuestra realidad. Sin embargo, también reveló una oscura faceta de la mente humana: la tendencia a destruir lo que envidiamos o no entendemos.
En este contexto, el chisme se convierte en una herramienta para atacar a aquellos que destacan, a aquellos que tienen la capacidad de despertar a un colectivo. El mediocre, que a menudo no ha desarrollado esas u otras capacidades, se puede sentir amenazado por quien se atreve a perseguir sus sueños, pudiendo no descansar hasta destruirlo.
La inmadurez de los juicios públicos
El caso que he descrito quizás revela una conciencia inmadura, donde algunos juicios sobre la salud mental se emiten con ligereza.
Pero, en realidad, este tipo de comportamientos plantea serias cuestiones éticas y profesionales. La problemática por discutir públicamente la salud mental de alguien, sin su consentimiento y sin respetar la confidencialidad conlleva una violación de uno de los principios fundamentales de la ética en psicología: la confidencialidad. Aunque el análisis se presente como una evaluación de conducta, la divulgación pública de un diagnóstico, ya sea real o percibido, es además de inapropiada, muy perjudicial.
Mi reflexión final
Entendiendo que nuestros juicios y comentarios, especialmente en espacios públicos, pueden tener un impacto profundo en la vida de los demás, podríamos tener más cuidado a la hora de consentir que el chisme, el complejo de salvador y el «sabelotodo» sigan siendo las fuerzas que guíen nuestras interacciones y nuestras percepciones.